Cuba

Una identità in movimento


El hechizo de la vela roja

Marié Rojas Tamayo


Dibujo: Ray Respall RojasRegresaba satisfecho de su segunda lección de magia, después de ver marcharse al resto de los alumnos, quedó a solas con la vieja bruja y le pidió un hechizo amoroso.

La arpía, por darse importancia, le decía que "aún no era el momento para algo tan fuerte como un conjuro de atracción", obvio... ¡si cobraba un ojo de la cara por cada clase! Pero a tanta insistencia, le dictó la fórmula:

"En noche de luna llena, has de tomar una vela roja, en ella escribirás el nombre de la mujer. Tras encender un incienso de opio, que embriaga los sentidos, y derramar unas gotas de aceite de sándalo, que hace los sueños realidad, prenderás la llama, repitiendo el siguiente llamado:

Por el poder que me otorga la vela roja que he bautizado como (dices el nombre de la dama), dueña de mis deseos, acude sumisa desde donde quiera que te encuentres, (nombre de la dama de nuevo), ¡ven a mí, rendida! Porque no podrás en lecho reposar, en suelo andar, sosiego hallar, agua beber o aire respirar, hasta que no sacies mis ansias".


— Antes de que la vela se apague, la mujer estará a tu lado, dispuesta a entregarse. Sólo cuídate bien de a quién llames — le dijo antes de cerrar la puerta, con esa sonrisa hipócrita que usaba para aparentar simpatía —, lo dicen los dioses, cuidémonos de nuestros deseos, que pueden hacerse realidad.


¡Claro que se cuidaría! No faltaba más. Ninguna desconocida, por aquello de las enfermedades; ni pensar en llamar a la madre de sus hijos, lo que menos deseaba era tenerla rendida como paloma, cuando la había echado como a gallina. Mucho menos a su primera esposa, que ahora era una bola de grasa y celulitis... Debería pensar bien. La vecina de al lado no, por mucho que la deseara, el marido era policía y siempre tienen informantes; aquella rubia con quien casi se casa, tampoco, la había visto y ahora tenía manchitas en la piel y patas de gallina; la secretaria que tanto le gustaba, le había mostrado el otro día una cicatriz de apendicitis...

Por el camino comprobó que reinaba la luna llena, cubriendo con su cara redonda buena parte de los cielos disponibles entre los árboles de la avenida. La tienda de la alemana estaba abierta, ¡una alemana vendiendo productos orientales! Compró la vela, el aceite y los inciensos, se quedó apenas con el dinero del pasaje, pero todo valía por una noche de placer.

Llegó a su cuarto y, cortaplumas en mano, comenzó un cuidadoso proceso de selección mental, no iba a malgastar su hechizo.

Escribió al fin el nombre de Lorena, su primera novia, aquella morenita como junco, piel de seda, cabellos de ángel, sonrisa de Gioconda, manos de artesana — trabajaba la madera, pero también su cuerpo, con gran pericia —... por aquello de que el primer amor nunca se olvida. No supo más de ella, aunque escuchó que sus padres se habían mudado tras la ruptura... razón de más para elegirla, le gustaban los retos; a ver desde cuán lejos venía.

Completó el ritual y pronunció el conjuro. Cinco segundos después tocaban a su puerta. "¡Nada más me faltaba la visita de un sapo en pleno hechizo!", pensó mientras hacía girar la llave.

Estaba preparado para todo, menos para "aquello".


— ¿Y tú, quién eres? — preguntó con una mueca.

— Enrique, ¿no me reconoces?


Corrió a refugiarse en el cuarto, la vela le sonrió con la misma expresión de la vieja bruja... ¿acaso la muy condenada lo sabría?


Dibujo: Ray Respall RojasMi Enrique — dijo esa cosa llamada Lorena, aproximándosele lentamente —, tenemos tanto que hablar... Cuando dijiste que no me amabas, intenté suicidarme — le mostró las cicatrices en las muñecas —, pero me rescataron, ahí comenzó mi infortunio. Mis padres, para cubrir la vergüenza, me llevaron a otra provincia. Allí me lancé desde el balcón, con tan mala suerte que sobreviví, perdiendo solo los dientes — le mostró la boca en una sonrisa de hidra —; como seguía sin amor a la vida, me eché encima una botella de kerosén y me di candela — se abrió la bata y le mostró una piel con más pliegues que la cordillera de los Andes —. Nada de esto funcionaba... Como sabes, era muy buena trabajando la madera... me construí una guillotina perfecta, ¡esta vez no hubo error!


Se zafó la cabeza sin dientes, cubierta de cicatrices y con el cráneo ornado apenas con diez cabellos retorcidos como alambres.


— ¡Sin ti no valía la pena seguir adelante!


Enrique sentía que el corazón se le paralizaba, que la respiración le abandonaba, que las manos ni siquiera le ayudaban a sostener la sábana con que había intentado cubrirse el rostro; pero los ojos, en cambio, bien abiertos, veían como el esperpento se le acercaba, remedando movimientos sensuales.


— Ahora estamos juntos, mi amor, al fin comprendiste que lo nuestro es eterno... Estoy aquí, sumisa, rendida, respondiendo a tu llamado, dispuesta a saciar tus ansias, tuya para siempre.






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Webmaster: Carlo NobiliAntropologo americanista, Roma, Italia

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